LA RECONQUISTA

ZARAGOZA 1118

La reconquista de Zaragoza por Alfonso I el Batallador, rey de Aragón y de Navarra, no fue simplemente una batalla más en el largo proceso de la Reconquista; fue el punto de inflexión que transformó al Reino de Aragón de un conjunto de condados pirenaicos a una potencia territorial en el valle del Ebro. La reconquista de Zaragoza en diciembre de 1118 redibujó el mapa de la península ibérica.

Para entender la magnitud de la restauración occidental de Zaragoza, primero debemos comprender qué era Zaragoza a principios del siglo XII. La ciudad era una metrópolis de murallas romanas y musulmanas, repleta de palacios como la Aljafería, mezquitas y baños.

Sin embargo, había cambiado drásticamente con la llegada de los almorávides, fundamentalistas religiosos provenientes del norte de África, que habían desembarcado en la península para frenar el avance cristiano tras la caída de Toledo en 1085. En 1110, los almorávides ocuparon Zaragoza. Para los reinos hispanos, esto supuso una amenaza mayor: ya no se enfrentaban a reyes de taifas fragmentados y pragmáticos que pagaban tributos, sino a un imperio militar y religioso.

Mientras, el Reino de Aragón estaba encarnado en Alfonso I «El Batallador», que también era rey de Navarra. El Reino de Aragón estaba confinado a las montañas; necesitaba tierras fértiles y acceso a las rutas comerciales del valle del Ebro. Zaragoza no era solo una ciudad; era la obsesión de sus antepasados y una necesidad espiritual de expulsar a los moros y restaurar el orden cristiano en Aragón.

Monumento a Alfonso I el Batallador, en Zaragoza

La reconquista de Zaragoza no fue una operación local; pudo ser, en términos técnicos y espirituales, una Cruzada gracias a la fuerte influencia europea en Aragón, pues la dinastía aragonesa tenía profundos lazos con el sur de Francia.

Consciente de que las murallas de Zaragoza eran formidables y de que el ejército navarro-aragonés por sí solo era insuficiente para un asedio prolongado contra el Imperio Almorávide, Alfonso I buscó ayuda externa. En la primavera de 1118, se celebró un concilio en Toulouse (Francia). Allí, con el apoyo del Papa Gelasio II, se concedieron bulas de cruzada a quienes participaran en la toma de Zaragoza. La respuesta fue masiva. Caballeros y señores del sur de Francia (Occitania, Gascuña, Bearne) acudieron a la llamada.

Entre los aliados más destacados se encontraba Gastón IV de Bearne, un veterano de la Primera Cruzada que había participado en la toma de Jerusalén en 1099. Su experiencia en ingeniería de asedio (la construcción de torres de asalto y catapultas) resultaría decisiva. También se unieron Céntulo II de Bigorra y el obispo de Lescar, aportando no solo espadas, sino legitimidad religiosa y tecnología militar avanzada.

En mayo de 1118, el ejército de Alfonso I, una amalgama de aragoneses, navarros y francos, llegó a la vista de Zaragoza. La ciudad estaba protegida por el río Ebro al norte y el río Huerva al este, además de sus formidables murallas de piedra.

Alfonso I sabía que un asalto frontal sería suicida. La estrategia elegida fue el asedio por hambre y desgaste. El ejército cruzado estableció su campamento principal en la zona conocida hoy como el «Parque Bruil» y procedió a rodear la ciudad.

El lugar donde se encuentra el actual Parque Bruil, en Zaragoza, es el mismo en el que se instaló el campamento del ejercito de Alfonso I el Batallador

El primer paso fue cortar las vías de comunicación. Zaragoza dependía de los huertos circundantes y del comercio. Los cristianos tomaron posiciones clave para bloquear la entrada de suministros. Alfonso I ordenó la captura del azud del Ebro para cortar el suministro de agua a ciertas zonas y molinos, y comenzó la devastación de la huerta zaragozana, una táctica psicológica y logística destinada a desmoralizar a los defensores y privarles de recursos futuros.

Aquí es donde la figura de Gastón de Bearne brilló. Mientras los aragoneses mantenían el bloqueo, los ingenieros franceses construyeron máquinas de guerra que los defensores almorávides miraban con temor. Se erigieron fundíbulos (catapultas de contrapeso) para bombardear las defensas y, lo más importante, torres de asedio móviles que podían acercarse a las murallas para permitir el asalto de la infantería.

Dentro de la ciudad, el emir musulmán intentó mantener la moral alta. Sin embargo, la situación se volvió crítica rápidamente. Los moros enviaron mensajeros desesperados al sur, pidiendo refuerzos al emir en Valencia y Granada, aún ocupadas por los moros.

El verano de 1118 fue especialmente caluroso. El calor en el valle del Ebro, sumado a la falta de alimentos, comenzó a hacer mella en la población musulmana. Las enfermedades se propagaron dentro de las murallas abarrotadas.

Para empeorar la situación de los moros, el emir murió repentinamente en otoño (algunas fuentes dicen que murió en combate durante una salida, otras que por enfermedad). Su muerte dejó a la guarnición islámica sin liderazgo claro y en un estado de pánico.

Los moros enviaron un ejército de socorro desde Valencia. Sin embargo, las tropas de Alfonso I eran numerosas y estaban bien atrincheradas. Al ver el férreo cerco y hostigados por la caballería aragonesa en la periferia, el ejército de socorro no logró romper el bloqueo de manera efectiva. Zaragoza estaba sola.

Hacia noviembre, la situación era insostenible. Las torres de asalto de Gastón de Bearne se acercaban peligrosamente a los muros, y las catapultas habían abierto brechas. La resistencia física de los moros se había agotado por el implacable cerco.

En diciembre de 1118, tras más de siete meses de asedio, el consejo de la ciudad decidieron rendirse. Sin embargo, no fue una rendición incondicional que terminara en masacre. Alfonso I, demostrando una gran caridad cristiana, aceptó unas capitulaciones generosas, conocidas como el Tratado de Capitulación.

Derecho a permanecer: A los musulmanes que quisieran quedarse se les permitía conservar sus propiedades, su religión y sus leyes privadas durante un tiempo, aunque debían abandonar el recinto amurallado y trasladarse a los arrabales extramuros en el plazo de un año.

Salida segura: A aquellos que desearan marcharse, incluidos los soldados almorávides y la élite política, se les garantizaba la seguridad para salir con sus bienes muebles hacia tierras islámicas.

Tributos: Los que se quedaran pagarían impuestos al rey de Aragón, similares a los que pagaban a sus anteriores gobernantes.

El 18 de diciembre de 1118, Alfonso I el Batallador Rey de Aragón y Navarra, entró en Zaragoza. La mezquita, situada donde hoy está la Catedral de la Seo, fue purificada y consagrada inmediatamente como catedral cristiana bajo la advocación de San Salvador.

La reconquista de Zaragoza tuvo repercusiones inmediatas y de largo alcance que definieron la historia de España.

Aragón dejó de ser un reino montañés. Al controlar Zaragoza, Alfonso I dominaba el nudo de comunicaciones más importante del noreste de la península. Esto permitió la rápida caída de otras ciudades importantes en una reacción en cadena: Tudela y Tarazona (1119), Calatayud y Daroca (1120). En apenas dos años, la frontera se desplazó cientos de kilómetros hacia el sur.

La ciudad necesitaba ser cristianizada demográficamente. Alfonso I atrajo a pobladores francos, navarros y aragoneses mediante la concesión de fueros privilegiados. El «Privilegio de los Veinte» y otros fueros otorgaron a los ciudadanos de Zaragoza libertades y exenciones fiscales que convirtieron a la ciudad en una importante oportunidad para comerciantes y profesionales, sentando las bases de una sociedad urbana poderosa.

Como recompensa por su papel crucial, Alfonso I nombró a Gastón IV de Bearne Señor de Zaragoza. Gastón gobernó la ciudad en nombre del rey, aplicando su experiencia administrativa. La influencia francesa se notó en la organización urbana y en la iglesia.

La pérdida de Zaragoza fue el golpe mortal para los almorávides en la península. Demostró que no eran invencibles. La posterior victoria aragonesa en la Batalla de Cutanda (dos años después, en1120), donde Alfonso I aplastó al ejército almorávide que intentaba reconquistar el valle, consolidó definitivamente la posesión hispana de estas tierras.

La reconquista de Zaragoza en 1118 fue una obra maestra de tenacidad, diplomacia internacional y estrategia militar. Alfonso I el Batallador, rey de Aragón y de Navarra, supo combinar el fervor religioso de la época con la tecnología militar más avanzada y una visión de estado pragmática.

Alfonso no solo capturó piedras y murallas; capturó el futuro de su reino. Zaragoza se convirtió en la cabeza del reino, la capital indiscutible de la Corona de Aragón. La caída de los moros cerró un capítulo de cuatrocientos años de invasión islámica en el alto Ebro y abrió la puerta a la reconquista hacia el Mediterráneo y el sur peninsular. Fue, en esencia, el momento en que Aragón bajó de las montañas para entrar en la historia de España.

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