ESPAÑA

LA DEFENSA DE MELILLA

El Gran Asedio de Melilla (1774-1775)

El asedio de Melilla, que tuvo lugar entre el 9 de diciembre de 1774 y el 19 de marzo de 1775, no fue una simple escaramuza fronteriza. Fue un conflicto de alta intensidad, una prueba de fuego para la ingeniería militar de la época y un choque geopolítico mayor entre el reformismo ilustrado de Carlos III de España y las ambiciones de Marruecos.

Durante cien días, la pequeña guarnición española, liderada por el inquebrantable gobernador Juan Sherlock, resistió el embate de un ejército inmensamente superior en número, apoyado por artillería moderna y asesoramiento extranjero.

El sultán buscaba modernizar Marruecos, abrirlo al comercio internacional y, crucialmente, recuperar las plazas históricas españolas y portuguesas en la costa norteafricana, que pese a no haber pertenecido jamás a Marruecos, solo por una situación geográfica las reclamaba como propias.

Su política exterior era astuta: firmaba tratados comerciales con potencias europeas mientras aislaba a sus objetivos militares. En 1769, ya había logrado expulsar a los portugueses de Mazagán. Su siguiente objetivo eran las plazas españolas: Melilla, Ceuta, el Peñón de Vélez de la Gomera y el Peñón de Alhucemas.

España estaba inmersa en reformas profundas del ejército y la marina. Sin embargo, las plazas norteafricanas a menudo se veían como presidios costosos y difíciles de mantener. A pesar de ello, la importancia estratégica del control del Estrecho y el mar de Alborán impedían su abandono.

Un factor determinante fue el papel de Gran Bretaña. En su eterna rivalidad con España, los británicos (desde Gibraltar) veían con buenos ojos cualquier conflicto que debilitara a Madrid. Proporcionaron suministros, artillería y, según algunas fuentes, asesores técnicos a Marruecos para mejorar la eficacia de su asedio.

En septiembre de 1774, Marruecos informó a Madrid, a través de una carta directa a Carlos III, que, aunque deseaba mantener la paz con España por mar, por tierra no podía contener el «celo religioso» de sus súbditos, quienes exigían la expulsión de los cristianos. Era, en esencia, una declaración de guerra formal pero limitada a las plazas africanas.

Melilla no estaba preparada para una guerra moderna. Aunque imponentes, las fortificaciones databan del siglo XVI y necesitaban reparaciones urgentes. La guarnición contaba con pocos hombres, mal abastecidos y aislados y la población civil vivía en un estado de alerta constante, dependiente totalmente de los suministros llegados por mar desde Málaga y la península.

Al recibir la declaración de guerra, España reaccionó con una rapidez sorprendente. El Mariscal de Campo Juan Sherlock, un militar de origen irlandés al servicio de España (común en la época debido a los católicos que huían de la persecución británica), fue nombrado comandante general. Sherlock entendió de inmediato que la defensa pasaba por la artillería y la resistencia pasiva detrás de los muros.

La desproporción de fuerzas era abrumadora, Marruecos no escatimó recursos. Reunió una fuerza heterogénea pero masiva, unos 40.000 hombres. Incluía tribus rifeñas y artilleros turcos y renegados europeos. Desplegaron una potencia de fuego nunca vista en la zona. Instalaron baterías pesadas en las alturas circundantes, dominando la ciudadela. Contaban con morteros de gran calibre capaces de lanzar bombas explosivas sobre los edificios civiles.

Bajo el mando de Sherlock, Melilla se transformó. Ordenó instalar más de 100 cañones en los baluartes. La estrategia era clara: fuego de contrabatería. Había que silenciar los cañones enemigos antes de que demolieran las murallas. Los refuerzos elevaron la guarnición a unos 3.000 – 4.000 soldados en el punto álgido, gracias a la contribución de los Regimientos de Zamora, Voluntarios de Cataluña, Nápoles y Brabante.

El 9 de diciembre de 1774, las tropas marroquíes aparecieron en el horizonte y comenzaron a cavar trincheras y asentar baterías. El bloqueo por tierra fue total. El Sultán envió un emisario exigiendo la rendición inmediata.

Sherlock respondió con exquisita cortesía militar pero firmeza absoluta, indicando que tenía órdenes de su Rey de defender la plaza hasta la última gota de sangre y que confiaba en el valor de sus tropas para cumplir tal mandato.

Días después, el fuego comenzó. Fue un duelo artillero sin precedentes en la región. Las crónicas relatan que llovían balas de cañón y bombas día y noche.

La población civil fue evacuada en gran parte hacia la península en los primeros barcos disponibles, dejando solo a los hombres capaces de empuñar armas o ayudar en la extinción de incendios y desescombro.

Los que no pudieron embarcar a la península se refugiaron en las Cuevas del Conventico y en las Cuevas de la Florentina. También se llevó a las Cuevas del Conventico a la Virgen de la Victoria. Las cuevas son una red de galerías excavadas en la roca que servía de refugio y almacén. Su trazado interior se adapta al relieve natural del peñón y constituye un ejemplo notable de arquitectura.

Cuevas del Conventico

Dos escuadras españolas, comandadas por Antonio Barceló y José Hidalgo de Cisneros, bloquearon el estrecho de Gibraltar para impedir que Gran Bretaña abasteciera de armamento y munición a las tropas musulmanas.

Los edificios dentro de Melilla la Vieja sufrieron daños catastróficos. Casas, almacenes y cuarteles fueron derruidos. La vida se trasladó al subsuelo y a las casamatas blindadas.

Al ver que los muros resistían los impactos directos gracias a su espesor, los marroquíes optaron por la guerra subterránea. Cavaron túneles por debajo de las murallas para colocar explosivos y volarlas desde los cimientos. Los zapadores españoles respondieron con contraminas: túneles excavados desde dentro para interceptar a los minadores enemigos, dando lugar a combates claustrofóbicos y brutales bajo tierra, a la luz de las antorchas y con armas blancas.

A pesar de la superioridad numérica marroquí, el asedio comenzó a estancarse por tres factores clave:

Melilla nunca perdió su conexión con el mar. La Armada Real española, bajo el mando del brigadier Hidalgo de Cisneros, mantuvo un puente marítimo constante. Traían pólvora, víveres y tropas frescas. Evacuaban heridos y lo más importante; se acercaban a la costa y bombardeaban las trincheras marroquíes con su artillería naval, desbaratando los asaltos antes de que comenzaran.

El día 9 de enero, dos fragatas se acercaron a tierra con todas sus luces apagadas, iniciando un bombardeo de las trincheras marroquíes que además del daño causado sirvió de distracción para que fuerzas terrestres hicieran una salida en otro sector para atacar a los asediantes..

También se hicieron simulacros de desembarcos con el fin de mantener al enemigo en tensión y dispersar sus fuerzas. Se realizaron más operaciones similares, e incluso se bombardeó el campamento del Sultán, que debió trasladar su tienda más de un kilometro para quedar fuera del alcance de la artillería naval.

El invierno de 1774-1775 fue inusualmente duro. Lluvias torrenciales convirtieron el campamento marroquí en un lodazal. Las enfermedades (disentería, fiebres) comenzaron a diezmar a las tropas moras, que carecían de infraestructura sanitaria. La moral de las tribus, que esperaban un saqueo rápido y fácil, se desplomó.

El complejo defensivo de Melilla demostró ser formidable. Los muros absorbían el castigo, y los ingenieros españoles trabajaban cada noche reparando las brechas abiertas durante el día (utilizando sacos de tierra y escombros), de modo que al amanecer, los artilleros marroquíes encontraban sus objetivos nuevamente intactos.

Foso del Hornabeque

A medida que el asedio se prolongaba, se produjo un fenómeno interesante: la deserción en el bando atacante. Entre las tropas marroquíes había mercenarios y renegados cristianos que, viendo el fracaso inminente y las duras condiciones, comenzaron a pasarse al bando español, proporcionando información vital sobre la ubicación de las baterías y el estado de ánimo del enemigo.

Hacia finales de febrero, la situación del ejército marroquí era insostenible. Habían disparado sobre Melilla más de 12.000 proyectiles, pero la bandera española seguía ondeando en el Baluarte de la Concepción.

El Sultán de Marruecos, consciente de que prolongar el asedio ponía en riesgo su propio trono (dada la inestabilidad interna de las tribus), decidió cortar sus pérdidas.

El 19 de marzo de 1775, día de San José, los observadores en las murallas notaron un silencio inusual. El ejército marroquí comenzó a desmantelar el campamento. Quemaron las estructuras de madera que no podían llevarse e iniciaron la retirada hacia el interior.

Sherlock, prudente, no ordenó una persecución inmediata, temiendo una trampa. Sin embargo, cuando se confirmó la retirada, la guarnición estalló en júbilo. Habían sobrevivido a uno de los mayores ejércitos reunidos en el norte de África en el siglo XVIII.

Una pequeña guarnición bajo el mando de Florencio Moreno resistió de igual manera al ejército de Marruecos en el Peñón de Vélez de la Gomera.

La victoria española llevó eventualmente a la firma del Tratado de Aranjuez y el Convenio de Amistad. En este tratado Marruecos reconoció la soberanía española sobre Melilla. A cambio, España cedió territorios menores y se establecieron acuerdos comerciales.

Melilla quedó en ruinas, pero esto permitió una reconstrucción moderna. Se repararon las murallas con técnicas más avanzadas. Se construyeron nuevos edificios civiles y religiosos, dando forma al aspecto actual del recinto histórico.

Nuestra Señora de la Victoria, la patrona de la ciudad recibió el reconocimiento oficial por su intercesión durante el asedio, consolidándose como símbolo de identidad melillense.

El asedio demostró la supremacía de la fortificación abaluartada frente a la artillería de la época si se contaba con apoyo naval. También resaltó la importancia vital de la logística marítima; sin el control del mar, Melilla habría caído en cuestión de semanas por hambre.

Fuerte de Victoria Grande

Juan Sherlock pasó a la historia como el salvador de la ciudad. Su liderazgo calmado, su capacidad para gestionar recursos escasos y su coordinación con la marina fueron ejemplares. Hoy en día, calles y monumentos en la ciudad autónoma recuerdan su nombre.

Las piedras de Melilla la Vieja aún muestran las cicatrices de aquellos cien días de fuego y hierro. No fue solo una batalla por un pedazo de tierra, sino una demostración de resistencia humana ante condiciones extremas. La defensa exitosa aseguró la presencia española en el norte de África hasta nuestros días, convirtiendo este evento en la piedra angular de la historia moderna de la ciudad.

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