OCEANÍA

EXPEDICIÓN A LA ISLA DE PASCUA

En 1770, la Armada española, tenía preocupante información acerca de los derroteros de barcos ingleses, franceses y holandeses en zonas de dominio español como el Estrecho de Magallanes y el avistamiento de piratas y contrabandistas extranjeros en otras zonas del Pacifico. Tras el desalojo forzoso de un destacamento inglés en las islas Malvinas y la captura en las costas del Perú del buque francés Saint-Jean Baptiste, el rey Carlos III encomendó al entonces virrey del Perú, Manuel de Amat y Juniet, a organizar una expedición de exploración y reconocimiento con dos objetivos principales: Tratar de encontrar y reconocer la Isla de David y la de Luján, así como la isla Madre de Dios por una parte, y por otra, comprobar si había asentamientos o tropas extranjeras en las zonas del sur de Chile o en cualquiera de las islas antes mencionadas.

Manuel de Amat y Juniet, virrey del Perú en 1770

Para esta labor de vigilancia y reconocimiento en tan basto espacio oceánico, el Virrey Manuel de Amat y Juniet, encargó la misión a Felipe González Haedo (Santoña, Cantabria 1714 – Cádiz 1802), un experimentado oficial de la Armada y cartógrafo, veterano de la Campaña de Nápoles y en la Guerra del Asiento, en la que se distinguió por su valor en la Batalla de Cartagena de Indias. González Haedo quedó al mando del navío San Lorenzo, de 70 cañones, y de una fragata de 26 cañones, la Santa Rosalía, capitaneada por Antonio Domonte Ortiz. En total, 700 hombres y dos sacerdotes, pertrechados con víveres para seis meses. El costo de la expedición alcanzó los 56.991 pesos.

Maqueta de la fragata Santa Rosalía. Museo Naval de Madrid

La expedición partió discretamente antes del amanecer del puerto de El Callao (Perú), el 10 de octubre de 1770. El 15 de noviembre a las 7 de la mañana, divisaron en el horizonte la silueta de la isla de Pascua, que ellos identificaron erróneamente con la isla de David, ya que, aunque llevaban unas 50 cartas marinas, la longitud en la que se situaba dicha isla era muy diferente. A una distancia de varias leguas, confundieron los moáis con árboles muy gruesos plantados en simetría. Además, pudieron ver que la isla se encontraba cubierta de vegetación, que llegaba hasta el borde del mar dando impresión de ser muy fértil.

Isla de Pascua

La primera señal de que la isla podía estar habitada fueron tres grandes humaredas que los marinos españoles observaron a distancia de la isla, a medida que se aproximaban. Poco después, a las 2 de la tarde vieron un grupo de personas que caminaban apresuradamente sobre una loma próxima a la costa, expectantes ante la inesperada presencia de los dos buques. Al principio, debido al colorido de los vestidos de los indígenas creyeron que podían tratarse de tropas extranjeras, pero al acercarse más, pudieron comprobar que eran indígenas desarmados.

Siguiendo meticulosamente las órdenes y los protocolos establecidos en la Armada, el comandante González Haedo no se precipitó en desembarcar. Con el objetivo de localizar un fondeadero adecuado para los barcos, Haedo ordenó la partida de dos botes, el primero del San Lorenzo, a cargo del teniente de navío Alberto Olaondo, guiado por el piloto Juan Hervé, y con un sargento y seis soldados a bordo. El segundo de la Santa Rosalía, bajo el mando del teniente Buenaventura Moreno, guiado por el piloto Francisco Agüera y con el guardiamarina Juan Morales, dos cabos y doce soldados. El lugar elegido fue una ensenada bien resguardada del viento y con fondo de arena, que fue bautizada como Ensenada de González y que se corresponde con la actual Hanga Ho’onu ó Bahía de la Tortuga. Tras esto, los dos botes, esta vez bajo mando del teniente Cayetano de Lángara, del San Lorenzo, y del teniente de navío Hemeterio Heceta, de la Santa Rosalía, partieron con hombres armados y víveres con la misión de rodear la isla para completar el mapa de la costa, anotar todo tipo de datos geográficos y todo cuanto fuera de interés referente a los indígenas.

La isla tiene pocas playas de arena

Tan pronto los buques quedaron fondeados, dos indígenas se acercaron nadando y fueron subidos a bordo por los marinos. Los nativos en ningún momento se mostraron recelosos o asustados por la presencia española, sin mostrar ningún miedo, como si el mal recuerdo de la expedición holandesa de Jakob Roggeveen, cuando arribó a la isla 48 años antes, y que ordenó disparar contra los nativos que se acercaron, matando a una docena, se hubiera borrado de su memoria colectiva. Según las observaciones españolas, es probable que no quedase ningún individuo que hubiese vivido aquella trágica experiencia en 1722.

Los dos visitantes se mostraron fascinados con la ropa y los uniformes españoles. Se les regaló ropa, lo que según los diarios de los marinos les produjo gran alegría. Regresaron a tierra con varias camisas de regalo y al día siguiente se acercó a los buques un grupo de unos 200 que solicitaban más ropas a los españoles. Aquel encuentro no pudo haber empezado mejor, los españoles fueron recibidos con gran alegría.

Mientras, los hombres que circunnavegaban en botes la isla recibieron la visita de dos canoas, con dos hombres cada una de ellas, que les entregaron plátanos y gallinas. Por su parte los españoles les regalaron diversas prendas de ropa, pues parece ser que era lo que más llamaba la atención de los nativos. El piloto Juan Hervé describió las canoas como:

«cinco pedazos de tablas muy angostas (por no tener en la tierra palos gruesos), como de una cuarta, y por eso son tan zelosas que tienen su contrapeso para no volcarse; y estas creo son las únicas que hay en toda la isla: en lugar de clavos les ponen tarugos de palo».

Durante la noche que pasaron en la cala hoy conocida como Vinapu, observaron que los indígenas sacaban tierra de una cueva próxima con la que se pintaban el cuerpo. Allí intercambiaron regalos con un centenar de individuos y al amanecer se adentraron en la isla acompañados por los nativos. Fueron invitados a visitar una gran casa, que quizá fuese un templo, y durante la marcha pudieron observar diversos cultivos de ñame, yuca, calabaza blanca, camote, plátano y caña de azúcar entre otros. También notaron que los nativos mascaban y se restregaban el cuerpo con una raíz (cúrcuma) para pintarse de amarillo. Algunos usaban mantas confeccionadas con fibras vegetales. Además, según los diarios de los expedicionarios, algunos indios tenían los lóbulos de las orejas muy dilatados con un gran agujero en el que colocaban aros de diversos tamaños confeccionados con hojas de caña seca. Las únicas joyas que llevaban los indígenas eran collares de conchas y caracoles y algunos llevaban penachos de plumas o hierbas secas como signo de autoridad. Casi todos llevaban el cuerpo totalmente pintado y usaban taparrabos.

Habitantes de Isla de Pascua según grabado de la época.

Los nativos vivían en su mayor parte en cuevas naturales o artificiales, si bien los individuos de cierta autoridad vivían en chozas con forma de bote invertido. Se calculó la población de la isla en unos 1.000 habitantes. Sorprendió la desigual proporción entre hombres y mujeres (más numerosos los primeros) y la elevada altura de algunos, dos de los cuales medían alrededor de los 2,17 y 2,13 metros. De tez muy clara, la gran mayoría de los naturales llevaban barba y su cuerpo aparecía cubierto de tatuajes, según quedo recogido en el informe.

Algo que llamó la atención a los expedicionarios fue el no hallar entre los indígenas individuos que aparentasen más de 50 años. Según algunos, los isleños indicaron que los recursos de la isla no permitían mantener a más de 900 habitantes, por lo que, una vez alcanzado este número, si nacía un bebé, se mataba al que pasase de 60 años, y si no lo había, se mataba al bebé.

La tierra no puede mantener más que aquel número de habitantes y cuando este número está completo, si nace alguno, matan al que pasa de 60 años, y no habiéndolo, matan al recién nacido

Aunque los intérpretes de la expedición les hablaron en 26 lenguas distintas, no consiguieron establecer una comunicación verbal fluida con los indígenas. A pesar de todo, mediante dibujos y gestos se consiguió un básico entendimiento y fruto de esta comunicación, se elaboró un diccionario rapanui-español, con 88 palabras más los 10 primeros números. En la actualidad, esta joya lingüística se conserva entre los fondos del Museo Naval de Madrid.

Los moáis, que en la lejanía y durante la aproximación a la isla habían sido confundidos con árboles gruesos, llamaron poderosamente la atención de los expedicionarios españoles. El piloto de la Santa Rosalía, Francisco Agüera, escribió en su diario:

Hemos averiguado que los árboles que nos parecían Pirámides son estatuas, ó imágenes de los ídolos que adoran estos Naturales, son de piedra, tan elevados, y corpulentos que parecen columnas muy gruesas y según después averigüé, examiné y tomé su dimensión, son de una pieza todo el cuerpo y el canasto es de otra… Su construcción es muy mazorral. En la configuración del rostro solo se manifiesta una escabazon tosca para los ojos. Las narices están medianamente sacadas y la boca alcanza de una a otra oreja figurando una pequeña mortaja ó excavación en la piedra. El cuello tiene alguna similitud. Carece de brazos y piernas; procediendo desde el cuello para abajo en forma de un canto mal desbastado

Agüera dejó escrito que, en la parte superior del sombrero del moái, los indígenas habían hecho agujeros en los que introducían los huesos de los fallecidos, haciendo las funciones de osario.

En este tienen construida una concavidad en su superficie alta en la que colocan los huesos de sus muertos, de que se infiere que tienen ídolo

Acompañados en todo momento por un gentío curioso fueron descubriendo todos los moáis, anotando y midiendo para conformar un informe científico realmente impresionante. Lo que más llamó la atención a la expedición fue el contraste entre los gigantescos ídolos de piedra y la completa ausencia de tecnología de cualquier tipo que parecían mostrar los isleños, no lograban entender cómo gentes tan primitivas habían logrado hacerlos. Los nativos no pudieron dar una explicación del método de construcción de los moáis y es muy probable que ninguno de ellos lo conociese. Según las mediciones de Agüera, el moái más alto de la isla medía «cincuenta y dos pies, y seis pulgadas de Castilla, incluso el canasto», lo que equivaldría a unos 14,5 metros.

… sin poder comprender el modo con que habrán erigido esta estatua tan soberbia y mantenerla en un equilibrio sobre cuatro pequeñas piedras que asientan en la Basa ó pedestal que sostiene todo este gran peso. El material de la estatua es de piedra muy dura y por consiguiente pesada, habiéndola yo examinado con una picaza despidió fuego, prueba de su solidez. El Canasto es de otra piedra no tan sólida y de color de la vena del fierro, es bastante pesada, y se halla mucha en la isla, pero semejante en la Estatua, no la he visto.

Desde la lejanía del mar, los moais les parecieron árboles

En cuanto a la fauna y la flora de la isla, tan solo había aves marinas que anidaban en los islotes próximos, gallinas y algunos ratones. El terreno fue descrito como árido, de vegetación baja y con escasos árboles. Según cuenta uno de los marinos:

«no había en toda la isla un solo árbol capaz de producir una tabla del ancho de 15 centímetros».

Los hombres enviados inicialmente por González Haedo circunnavegaron la isla en dos botes durante cinco días, investigando y cartografiando a fondo la costa, dando nombres a los accidentes geográficos más relevantes. De todos aquellos nombres, el único que se conserva en las cartas de navegación actuales es el de Punta Rosalía, por ser llamado así uno de los barcos de la expedición. La última tarea cartográfica de la isla, la llevó a cabo un destacamento constituido por unos 250 hombres mandados por el teniente de navío Alberto Olaondo, que el 20 de noviembre ascendieron por orden de González Haedo al cerro bautizado como Cerro Olaondo (actual Ma’unga Pui), con la misión de hacer una serie de demarcaciones que completarían los planos de la isla.

Se trazaron dos planos, uno de la isla completa y otro de la Ensenada de González, donde habían fondeado el San Lorenzo y la Santa Rosalía. En los planos se hacen múltiples reseñas relacionadas con los diversos accidentes geográficos, la vegetación, los nativos y los datos obtenidos de los sondeos de la Ensenada de González. Además, en ellos aparecen los primeros dibujos conocidos de los moáis. Estos fueron los primeros planos que se hicieron de la isla de Pascua.

Mapa de la isla de Pascua realizado por la expedición en 1770

Ese mismo día, después del primer grupo, desembarcó en el mismo punto, la Ensenada del Desembarco, (actual Playa de Ovahe), un segundo grupo con la misión de tomar oficialmente posesión de la isla en nombre del rey Carlos III de España. Fueron recibidos entre gritos de júbilo por parte de cientos de indígenas. Este segundo grupo estaba compuesto al igual que el primero por 250 hombres, al mando del capitán de fragata José Bustillo y Gómez de Arce y del capitán Buenaventura Moreno. El destacamento incluía además los dos sacerdotes embarcados en la expedición.
A través de un sendero costero, marcharon hacia el punto más alto de la isla, el Volcán Poike, con tres grandes cruces que habían sido construidas para situarse en tres cerros volcánicos conocidos actualmente como Ma’unga Parehe, Ma’unga Vaitu-roa-roa y Ma’unga tea-tea. Tras siete horas de caminata, ya en los cerros, se llevó a cabo el izado y la bendición de las cruces. Tras el levantamiento del acta correspondiente por parte del contador del navío San Lorenzo, Antonio Romero, acordaron con los jefes locales la unión de la isla a España.

Firma del pacto de unión con España

Tres jefes indígenas firmaron el acta con la escritura jeroglífica natural de Rapanui, el primer documento conocido en el que aparecen signos rongo-rongo. Con la bandera desplegada, el capitán José Bustillo proclamó a Carlos III como legítimo soberano de la isla y la bautizaron como Isla de San Carlos en honor al entonces rey, lo cual fue saludado con siete vivas al Rey, con salvas de fusilería y 21 cañonazos de cada uno de los barcos.

Al día siguiente, el 21 de noviembre, los navíos Santa Rosalía y San Lorenzo levaron anclas y pusieron rumbo al oeste en busca de la isla Nueva ó Luján, para continuar con la misión, aunque la navegación realizada para determinar su situación exacta fue infructuosa. Ante estos desalentadores resultados, González Haedo determinó que ambos navíos se dirigieran a la isla de San Carlos de Chiloé, adonde llegaron el 14 de diciembre pudiéndose reabastecer sus bodegas de víveres.

Tras arribar a Chiloé el 14 de diciembre de 1770, Haedo fue informado por el gobernador de la región, Carlos Berenguer, que el sur de Chile ya había sido reconocido y no se habían encontrado indicios de presencia de colonos o tropas extranjeras, por lo que González Haedo dio orden de regresar a El Callao. Finalmente arribaron al Perú el 29 de marzo de 1771, donde dieron cuenta del éxito de la misión y entregaron los planos y los diarios de navegación al virrey Amat. En la documentación aparecen los primeros dibujos conocidos de los moáis, así como una abundante y detallada descripción de los indígenas y sus costumbres. Según los cálculos de los pilotos, la expedición había recorrido 23.400 kilómetros.

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