HISPANOAMÉRICA

SAN FRANCISCO DE QUITO

Para comprender la fundación de Quito, es imprescindible narrar la sangrienta guerra civil que vivía Perú justo antes de la llegada española. El Imperio Inca se había fracturado tras la muerte de Huayna Cápac, quedando dividido en dos facciones irreconciliables: la facción de Huáscar, el heredero legítimo según la tradición y la facción de su hermano Atahualpa, que contaba con el apoyo de los guerreros.

Las tropas de Atahualpa, superiores militarmente, avanzaron hacia el sur y lograron derrotar y capturar a Huáscar. Sin embargo, un giro del destino iba a cambiar la historia.

Los Cañaris, una etnia originaria del actual Ecuador y cuyo centro político era Tomebamba (cerca de la actual Cuenca), fueron aliados de Huáscar en la guerra civil inca contra su hermano Atahualpa. Cuando Atahualpa venció, su represalia fue brutal: destruyó la ciudad cañari de Tomebamba y masacró a miles de sus habitantes. Los supervivientes quedaron bajo un yugo de terror, esperando una oportunidad para liberarse.

Esa oportunidad llegó con los «hombres barbudos». Cuando los españoles llegaron, el líder cañari Vilchumlay (y otros líderes locales) vieron en ellos una oportunidad única no solo para vengarse del tirano Atahualpa, sino también para recuperar la autonomía política que habían perdido bajo el dominio inca.

Indígenas Cañaris en procesión durante una procesión en Quito. Obsérvese el estandarte que portan; Se trata de una Cruz de San Andrés sobre un fondo ajedrezado

Vilchumlay (bautizado luego como Diego Vilchumlay) no fue un simple colaborador, sino el arquitecto diplomático de la alianza hispano-cañari. Su papel fue mucho más activo y estratégico de lo que suelen contar los libros de texto actuales.

Fue Vilchumlay quien reveló a Pizarro la situación política real del imperio. Le explicó la fractura entre Huáscar y Atahualpa. Sin esta información, Pizarro habría entrado a ciegas en los Andes. El pacto se selló casi de inmediato: los Cañaris ofrecieron su lealtad, miles de guerreros, guías y provisiones vitales. A cambio, Pizarro prometió protección y venganza contra los incas de Quito.

Esta unión fue decisiva; Al ser el líder de la región de Gualaceo, su autoridad legitimó a los españoles ante otros pueblos. Sirvió de nexo para que otros líderes cañaris se unieran a la causa, en un efecto dominó de apoyo nativo.

Proveyeron una inmensa fuerza de cargadores y porteadores, esenciales para mover los pesados equipos, cañones y provisiones de los españoles a través de las montañas. Su conocimiento del territorio andino (caminos, pasos de montaña, ubicación de fortalezas y depósitos incas) fue invaluable para los españoles.

Pizarro confiaba tanto en él que le asignó misiones críticas.

Recreación generada por IA del líder Cañari, Vilchumlay

Enterado Pizarro de la presencia de Atahualpa en Cajamarca, decidió acudir a su encuentro con 168 españoles y varios miles de indios aliados. Sin embargo, cuando Pizarro llegó a Cajamarca, esta se encontraba desierta y se le informó que el ejército de Atahualpa -de alrededor de 30 000 hombres- se hallaba acampado en las afueras de la ciudad, en un lugar llamado Baños del Inca.

Atahualpa envió varios mensajeros con regalos para los españoles, aunque era parte de un plan trazado, que consistía en emboscar a los españoles, fingiendo amistad.

Francisco Pizarro encomendó a Hernando de Soto la misión de ir donde Atahualpa para invitarle a que viniera a cenar con él en Cajamarca. Pizarro fue muy insistente en el sentido de que la invitación debía ser transmitida de manera cortés y pacífica, para evitar malentendidos. Soto partió acompañado de veinte jinetes. Cuando la avanzadilla se hallaba ya a medio camino, Pizarro, viendo desde lo alto de una de las «torres» de Cajamarca las numerosas tiendas de campaña que conformaban el campamento del Inca, temió que sus hombres pudieran sufrir una emboscada y envió a su hermano Hernando Pizarro con otros veinte jinetes más.

Tras una tensa reunión entre los hombres de Pizarro y Atahualpa y su corte, el inca aceptó la invitación y dijo que al día siguiente acudiría a Cajamarca para reunirse con Pizarro. Atahualpa, una vez que se fueron los españoles, ordenó que ocho mil soldados se apostasen en las afueras de Cajamarca para capturar a los españoles: estaba seguro de que al ver tanta gente, los españoles se rendirían

Retrato de Atahualpa

Atahualpa llevó consigo a algunos cientos de soldados con pequeñas porras escondidas debajo de las túnicas. Le seguían unos 30.000 guerreros desarmados por orden suya. Pizarro los esperaba con 180 españoles más los aliados cañaris.

Dentro de Cajamarca, los españoles habían hecho ya los preparativos para tender la celada. Pizarro dividió a sus jinetes en dos grupos, uno al mando de Hernando Pizarro y otro a las órdenes de Hernando de Soto. A los caballos se les colocaron cascabeles para que hicieran más ruido al momento de galopar. Los infantes fueron divididos también en dos grupos, uno al mando del mismo Francisco Pizarro y otro encabezado por Juan Pizarro. Todas estas tropas fueron desplegadas de manera estratégica. En la cima de una torre situada en la plaza se instaló el artillero Pedro de Candía, acompañado por tres soldados y dos trompetas, junto con la artillería, compuesta por dos cañones pequeños preparados para disparar cuando se diese la señal convenida.​

Antes de la llegada del inca, Pizarro lanzó una arenga a sus hombres:

Tened todos ánimo y valor para hacer lo que espero de vosotros y lo que deben hacer todos los buenos españoles y no os alarméis por la multitud que dicen tiene el enemigo, ni por el número reducido en que estamos los cristianos. Que aunque fuésemos menos y el enemigo contrario fuese más numeroso, la ayuda de Dios es mayor todavía, y en la hora de la necesidad Él ayuda y favorece a los suyos para desconcertar y humillar el orgullo de los infieles y atraerles al conocimiento de nuestra Santa Fe.

Francisco Pizarro

El 16 de noviembre de 1532 en una aparente vacía plaza de Cajamarca, creando una falsa sensación de calma, Atahualpa, confiado por su inmensa superioridad numérica (decenas de miles de soldados acampados fuera y unos miles de asistentes con él), entró en la plaza cargado en andas de oro, acompañado por un séquito ceremonial.

El único español que salió a su encuentro fue el fraile Vicente de Valverde. Un intérprete de una etnia aliada, a quien los españoles llamaban Felipillo, le leyó el «Requerimiento», invitándole a abrazar el cristianismo y aceptar al Papa y al Rey de España. Valverde le entregó una Biblia. Atahualpa, que nunca había visto un libro, lo arrojó al suelo con un gesto de desagrado.

El cronista y testigo presencial Pedro Pizarro narra la escena de la siguiente manera:

«El sacerdote tenía en las manos una biblia de la cual leía lo que predicaba. Atahualpa lo quiso y se lo dio cerrado. Cuando lo tuvo en sus manos y no supo cómo abrirlo, lo tiró al suelo. Llamó a Hernando de Aldana para que viniera y le diera su espada. Aldana la sacó y se la mostró, pero no quiso renunciar a ella. Atahualpa, entonces, dijo que eran ladrones y que los mataría a todos. Cuando el cura oyó esto, se dio la vuelta e informó a Francisco Pizarro de lo sucedido.»

Pizarro dio la señal. Pedro de Candía disparó los cañones, aturdiendo a la multitud con estruendo y humo. Los jinetes salieron a la carga con cascabeles atados a los caballos para maximizar el ruido. El impacto psicológico de ver «bestias» desconocidas cargando fue devastador.

El pánico fue tal que la multitud inca, al intentar huir, derribó un muro de la plaza por la pura presión de los cuerpos. Pizarro se lanzó directamente hacia la litera de Atahualpa. Mientras sus hombres mataban a los comandantes incas, Pizarro agarró a Atahualpa por el brazo y lo sacó de las andas, recibiendo él mismo una herida accidental de sus propios hombres en el proceso.

La Captura de Atahualpa. Obra de Juan Lepiani (1920)

En menos de una hora, Atahualpa era prisionero y miles de sus súbditos yacían muertos, sin que el grueso del ejército inca (fuera de la ciudad) llegara a reaccionar por la falta de órdenes.

Aunque Atahualpa estaba retenido por los españoles en su palacio de Cajamarca, seguía siendo el principal cacique de los incas. Atahualpa temió que Pizarro se enterara de que Huáscar seguía vivo y decidiera liberarlo para restituirlo en el trono, lo cual anularía el poder usurpador de Atahualpa. Con una frialdad calculadora, Atahualpa envió mensajeros secretos con una orden terminante a sus generales que custodiaban al prisionero real: Matar a su hermano Huáscar.

Cumpliendo la orden, los captores de Huáscar lo ejecutaron en Andamarca. Las crónicas relatan que fue ahogado en el río y su cuerpo arrojado a la corriente para negarle los ritos funerarios necesarios para la «vida después de la muerte» según la cosmovisión andina. Se dice que, antes de morir, Huáscar maldijo a su hermano, profetizando que él también tendría un final violento y que su línea de sangre terminaría.

Retrato de Huáscar

Y la maldición se cumplió. El asesinato de Huáscar tuvo un efecto bumerán catastrófico para Atahualpa y su facción. Cuando Pizarro se entero de la muerte de Huáscar, comprende que mantener a Atahualpa en el trono solo puede servir para mantener en su contra a la facción del depuesto y asesinado Huáscar, complicando la situación de los españoles en el Perú, por lo que decidió juzgar y ejecutar a Atahualpa, a pesar de que este había pagado el famoso rescate de oro y plata.

Con Huáscar muerto en el río y Atahualpa ejecutado en la plaza de Cajamarca, el imperio inca quedó descabezado. No había una figura inca que unificara la resistencia.

Esta noticia cayó como una bomba. El general Rumiñahui, un guerrero medio hermano de Atahualpa, al enterarse da la captura y muerte y de la alianza de estos con los Cañaris (enemigos de los incas), expulsó a los familiares de Atahualpa que consideraba débiles o traidores y asumió el mando militar absoluto.

Por su parte, el conquistador Sebastián de Belalcázar, gobernador de San Miguel de Piura, organizó una expedición por su cuenta hacia Quito, sin autorización expresa de Pizarro, atraído por las legendarias riquezas de esa región. En su camino, en Tomebamba, se le unieron sus aliados más importantes: más de 11.000 guerreros cañaris, que buscaban venganza contra los generales de Atahualpa.

Estatua de Sebastián de Belalcázar

Mientras Benalcázar avanzaba, Francisco Pizarro envió a Diego de Almagro para interceptar y controlar a Benalcázar. Al mismo tiempo, Pedro de Alvarado había desembarcado en las costas de Perú con una fuerza inmensa, dispuesto a reclamar Quito para sí mismo, alegando que esos territorios no caían bajo la jurisdicción de Pizarro.

Diego de Almagro alcanzó a Benalcázar cerca de la actual Riobamba. Aunque hubo tensión, decidieron unir fuerzas ante la amenaza mayor; Pedro de Alvarado, quien subía los Andes con un ejército poderoso. Si Alvarado llegaba primero, Pizarro y Almagro perderían el control del norte.

Para frenar las pretensiones de Alvarado, Diego de Almagro necesitaba crear un hecho jurídico irrefutable. Según las leyes españolas, quien fundaba una ciudad tenía derechos legales sobre el territorio. Por ello, la primera fundación de Quito no ocurrió en Quito, sino en la llanura de Cicalpa (cerca de la actual Riobamba).

El 15 de agosto de 1534 Diego de Almagro funda la ciudad de Santiago de Quito. Esta ciudad era, en esencia, un campamento militar y una entidad legal diseñada para decir: «Este territorio ya está ocupado». El 28 de agosto de 1534, Almagro realiza una segunda acta, fundando la villa de San Francisco de Quito

«en el sitio e asiento donde está el pueblo que en lengua de indios llaman Quito».

Esta maniobra legal funcionó. Cuando Pedro de Alvarado llegó, se encontró con que el territorio ya reclamado. Tras una tensa negociación, Alvarado aceptó una compensación económica (vendió sus barcos y pertrechos) y se retiró, dejando el camino libre a Benalcázar.

Diego de Almagro, Pedro de Alvarado y Sebastián de Benalcázar se encontraron en el camino a Quito

Con el problema de Alvarado resuelto, Sebastián de Benalcázar tenía la orden de hacer efectiva la fundación de agosto y marchó hacia el norte para ocupar la ciudad inca.

Cuando Rumiñahui se enteró del avance de Benalcázar y su coalición hispano-indígena, posicionó a su ejército (estimado en unos 30.000 guerreros) en una posición ventajosa, el estratégico Nudo de Tiocajas. Era un paso montañoso vital donde el terreno angosto y quebrado anulaba la principal ventaja española: la caballería.

La caballería española y miles de guerreros cañaris aliados se enfrentaron al ejercito incaico -o al menos a la facción de Atahualpa- en una batalla que iba a suponer el fin de la tiranía inca en los Andes.

Cuando ambos ejércitos se posicionaron frente a frente, ocurrió un factor natural. Cuentan las crónicas que el volcán Tungurahua entró en erupción. Muchos guerreros de Rumiñahui interpretaron este evento como un mal presagio, la señal de que los dioses estaban contra ellos, lo que provocó deserciones masivas y la desmoralización de su ejército.

El enfrentamiento se prolongó durante casi todo un día. Los aliados Cañaris jugaron un papel vital, luchando con una valentía y determinación extremas, pues combatían contra sus antiguos opresores. Su conocimiento del terreno y su fiereza fueron cruciales para mantener a raya a las fuerzas incas.

Rumiñahui logró tomar una posición defensiva que casi rodea a las fuerzas de Belalcázar y a sus aliados cañaris. Belalcázar, al ver a sus tropas en apuros, en la oscuridad de la noche, realizó una maniobra de retirada táctica, logrando eludir la trampa de Rumiñahui.

Al ver que la derrota era inevitable, Rumiñahui aplicó una política de tierra arrasada en Quito; Ordenó quemar la ciudad inca para que los españoles no encontraran techo ni comida. Ordenó matar a las Vírgenes del Sol para evitar que fueran profanadas y se retiró a las montañas para iniciar una guerra de guerrillas, la cual se prolongaría hasta su captura y ejecución en 1535.

Finalmente, el 6 de diciembre de 1534, Sebastián de Benalcázar entró oficialmente en el sitio de la actual capital con el acta de fundación que se había redactado en agosto.

A Quito dirigieron su carrera,

Y comenzaron á fundar apriscos

El día del seráfico Francisco,

Año del treinta y cuatro con los cientos

Quince, que cuenta religión cristiana,

Donde se pregonaron mandamientos

Del rey de monarquía soberana,

Tomando posesión de los asientos

Ganados por la gente castellana,

Dando de San Francisco nombradía

A causa de llegar el mismo día.

Juan de Castellanos

Tras la ceremonia del 6 de diciembre, la ciudad existía solo en papel y en la voluntad de los hombres. Faltaba construirla. La tarea fue encomendada inmediatamente al Cabildo y a los maestros de obras y agrimensores, quienes tuvieron que imponer el orden europeo sobre un terreno accidentado, lleno de lomas, quebradas y ruinas humeantes.

Los cañaris ayudaron en la fundación y construcción de los primeros asentamientos, incluyendo la primera traza de Quito, al proveer mano de obra y conocimiento de materiales locales (adobe).

Se delimitaron las calles usando cordeles. La ciudad se diseñó alrededor de una Plaza Mayor (hoy Plaza de la Independencia o Plaza Grande). Se verificó la instalación del Cabildo (el ayuntamiento) y se empadronó a los 203 vecinos españoles que decidieron quedarse

A los Franciscanos se les otorgó el terreno donde hoy se levanta la iglesia de San Francisco. Fray Jodoco Ricke, un franciscano flamenco, no solo evangelizó, sino que trajo las primeras semillas de trigo a la ciudad. En la plaza de San Francisco, se cuenta que cultivó estas semillas en una vasija de barro, transformando la dieta y la economía de la región para siempre. Además, fundó la escuela de artes y oficios «San Andrés», cuna de la famosa Escuela Quiteña de arte.

A diferencia de Lima o México, que se fundaron en terrenos relativamente planos, Quito era una pesadilla urbanística. La ciudad se trazó en una meseta estrecha flanqueada por profundas quebradas que bajaban del volcán Pichincha

Quito

El «damero» quiteño nunca fue perfecto. Las calles tuvieron que ondular para seguir las curvas de nivel y evitar caer al abismo. Esto le dio a Quito su característica sinuosidad, con calles que suben, bajan y se tuercen ligeramente, rompiendo la monotonía de la cuadrícula perfecta.

La traza arquitectónica tuvo que contemplar el agua desde el día uno. Se canalizaron las aguas de las chorreras del Pichincha mediante acequias abiertas que corrían por el medio de las calles principales (motivo por el cual muchas calles tienen una inclinación central). Estas acequias llevaban agua a la pila de la Plaza Mayor y a los huertos.

De las cenizas de la ciudad inca se levantó una urbe que se convertiría en un centro administrativo, religioso y artístico de primer orden en América. San Francisco de Quito, declarada siglos más tarde Primer Patrimonio Cultural de la Humanidad, lleva en su ADN esa mezcla compleja de dos mundos que chocaron en las laderas de los Andes en 1534.

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