ESPAÑA

EL FIERO TURCO EN LEPANTO

La más memorable y alta ocasión que vieron los pasados siglos, ni esperan ver los venideros.

Cervantes

En la historia global de La Humanidad hay acontecimientos que marcaron el destino de la Historia, hechos que crearon un antes y un después. Todo lo ocurrido a posterior no hubiera sucedido, o al menos no hubiera sucedido igual y uno de esos acontecimientos es el que ocurrió el 7 de octubre de 1571 en el Mar Mediterráneo, frente a las costas de Grecia y que ha pasado a la historia como La Batalla de Lepanto.

EL CONTEXTO POLÍTICO

En el año 1571 el Mar Mediterráneo era un lugar peligroso para la navegación debido a la gran cantidad de barcos piratas musulmanes que surcaban las aguas en busca de cualquier embarcación cristiana y europea; mercantes, pesqueros, de transporte… Pero no todos los barcos europeos eran objetivo de los piratas otomanos. La alianza que en 1525 había firmado el rey de Francia Francisco I con el sultán otomano Solimán “El Magnífico”, permitía a los turcos la utilización de los puertos franceses de Marsella y Tolón, a cambio de no atacar barcos franceses. Debido a esta vergonzosa alianza, los puertos franceses servían de refugio a los piratas y corsarios musulmanes que hacían la vida imposible a las repúblicas italianas y muy especialmente a España, convirtiendo el Mediterráneo, su comercio marítimo, sus pueblos, aldeas y ciudades costeras en un infierno con el constante peligro del saqueo otomano. Esta comprensible psicosis hacia la piratería modeló el urbanismo geográfico en las islas Baleares ya que los núcleos poblacionales no se establecieron en la costa, sino en el interior, por este temor que desde siglos atrás había provocado la piratería morisca.

Pero sí en el mar y en las costas la situación era insostenible, en tierra firme no era mucho mejor. El incansable expansionismo del islam había llegado en 1571 a las puertas de Viena. Países europeos como Grecia, Hungría, Bulgaria y Rumania, entre otros, estaban invadidos por el imperio otomano, el cual desde su capital en Estambul -en terreno europeo desde la invasión de Bizancio en 1453- lanzaba una y otra vez sus poderosos ejércitos, renovados continuamente desde todos los rincones del mundo islámico. Eso en Europa del Este, en España el enemigo estaba dentro.

LA SITUACIÓN EN ESPAÑA

España vivía en 1571 el apogeo de su siglo de oro. Reinaba Felipe II y era, sin duda, la nación más próspera, rica y cristiana del mundo. Por su cercanía geográfica con el mundo musulmán, su magnitud comercial marítima, su sentida y arraigada Fe Católica y su reciente victoria frente al islam tras la Reconquista (recordemos que no habían pasado ni ochenta años de la toma de Granada), era el objetivo principal del imperio otomano. El cobijo que daba Francia en sus puertos a las flotas otomanas no hacía más que ampliar la ya enorme tensión que ejercían los moros en el Mediterráneo y durante siglos complicó aún más la existencia a España. Debido a los continuos ataques a nuestras poblaciones costeras y rutas marítimas, desde décadas atrás nos encontrábamos enzarzados en continuas campañas guerreras contra los turcos. La actual Túnez y la isla de Djerba habían sido ocupadas militarmente varias veces por España para mitigar el problema de los piratas, pero el efecto pinza que ejercían los puertos franceses prestados a los turcos unas veces y la mayor densidad demográfica del Imperio Otomano otras veces, servía solo para desahogar temporalmente el problema.

Moros en la España del siglo XVI

Para colmo de males, España tenía otro serio problema tierra adentro y eran los cientos de miles de moros que habían quedado en España después de la Reconquista. Cierto es que, tras la entrada de Los Reyes Católicos en Granada, estos habían firmado la orden de expulsión de todos los moros, pero también es cierto que no todos se habían marchado. Muchos se habían quedado y públicamente habían rechazado el islam y convertidos en cristianos, pero la gran mayoría de ellos seguían siendo musulmanes de puertas para adentro, inculcando el Corán y la religión mahometana de padres a hijos. Durante el siglo XVI los moros “españoles” realizaron tres revueltas armadas con la intención de crear nuevos territorios musulmanes dentro de España: La primera fue en las Alpujarras, en 1501, tan solo nueve años tras la toma de Granada. La segunda fue en Valencia en 1525 y la tercera fue el día de Navidad de 1568, tan solo tres años antes de la batalla en Lepanto y de nuevo en Granada. Felipe II confió la represión de la revuelta a Don Juan de Austria y fue necesario enviar un numeroso ejército para reducir a los miles de moros que se atrincheraron en Las Alpujarras y que recibían apoyo humano y material desde lo que hoy son Marruecos y Argelia. ​ Estos sucesos pusieron de manifiesto que estos moros eran como un cáncer que devora por dentro a un enfermo, pues formaban una importante red de espionaje que informaba a los turcos de los movimientos en los puertos españoles y de las defensas que había en todo momento en cada una de las aldeas y ciudades costeras.

LA LIGA SANTA

En vista que, a la luterana Europa del Norte, a la anglicana Inglaterra y a la vendida Francia, la situación de tensión que el imperio otomano provocaba en Europa del Este y en el Mediterráneo, no solo no les implicaba, sino que favorecía sus intereses comerciales y geopolíticos, a la Europa del Sur no le quedó más remedio que limar asperezas y llegar a un acuerdo para acabar con el terror de la piratería islámica. No iba a ser fácil pues España rivalizaba con Venecia, Venecia con Dalmacia y Génova con todos. Pero la conquista de Chipre por los otomanos en 1570 y la consiguiente plataforma en la que se iba a convertir la isla para las operaciones militares de los turcos, obró el milagro de conciliar al Sur de Europa para formar un frente común.

El 20 de mayo de 1571 se firmó el pacto de alianza en el Vaticano, en presencia del Papa Pio V y con representantes de España, Venecia, Génova, Toscana, Saboya, Urbino, Parma y Malta. El Papa intentó convencer a Francia, Portugal y Austria para que se uniesen a la Liga Santa pero no lo consiguió y Francia, una vez más, ratificó su alianza con los turcos.

Estandarte de La Liga Santa

El pacto de la Liga Santa acordaba principalmente:

– Servirá para atacar al imperio otomano, sus enclaves en el norte de África y la recuperación de Chipre.

– Las conquistas del norte de África quedarían en manos de España, pero el botín de guerra sería dividido proporcionalmente entre los miembros de la Liga en función de su aportación.​

– La flota estaría formada por 200 galeras, 100 naves, 50.000 soldados y la cantidad adecuada de cañones.

– El Estado Vaticano se comprometió a aportar 12 galeras, 3000 infantes, 270 soldados de caballería ligera y a pagar, con sus rentas, una sexta parte del total del coste de la Santa Liga.​

– España pagaría la mitad de los gastos, Venecia un tercio y la Santa Sede el restante. Sí con la parte del papado, resultase insuficiente, el déficit sería cubierto por Venecia y España a partes iguales.​

– Cada año, en abril a más tardar, debían reunirse en el Mediterráneo Oriental para llevar a cabo las operaciones que las partes hubieran acordado al final de la campaña anterior.​

– El generalísimo de la Liga será Juan de Austria, y cada nación aportará un Capitán General. Estos tres capitanes generales, reunidos en consejo, acordarán el plan anual de operaciones.

– Ninguna de las partes podrá ajustar tregua ni paz con el enemigo sin participación y acuerdo de las otras dos.

– El generalísimo no llevará estandarte propio ni de su nación, sino el especial de la Liga.

Se acordó nombrar capitán general de la armada cristiana al español Don Juan de Austria y se estableció como punto de reunión para la flota de la Liga Santa el puerto de Messina, en Sicilia, de donde zarpó para encontrarse con los turcos y con la Historia, a mediados de septiembre.

LA BATALLA DE LEPANTO

A mediados de septiembre la flota de la Liga Santa abandonó el puerto de Messina y el día 30 llegó al puerto de Leguminici (en la actual Albania). Allí llegó una de las fragatas que se habían adelantado al resto de la Armada en busca de la flota otomana y llegó con la valiosa información que los barcos otomanos se encontraban en el puerto de Lepanto (Grecia). Don Juan de Austria, como capitán general de la Liga Santa, ordenó se reagruparán inmediatamente a la flota todos los barcos que, por el mal tiempo, habían quedado atrás. La navegación continuó y el día 3 de octubre, mientras navegaban por el canal de Chafalonía, llegó otro barco informante con malas nuevas; la ciudad de Famagusta, en Chipre, había caído en poder de los turcos y todos sus habitantes degollados. Sí malo era que los turcos tuvieran parte de la isla ya en su poder, peor era que acabase toda la isla en sus manos. Así pues, la creación de La Liga Santa llegaba en un momento crucial para el futuro del Mediterráneo.

Disposición para el combate de ambas flotas

Señores, ya no es hora de deliberaciones, sino de combatir
Don Juan de Austria

El día 7 de octubre de 1571, frente a la costa de Lepanto, en la entonces ocupada Grecia por los turcos, se encontraron frente a frente dos civilizaciones opuestas, dos mundos, dos percepciones distintas de lo divino y de lo humano, dos imponentes fuerzas navales que nunca antes en el Mediterráneo se había presenciado.

Santa Liga
• 227 galeras
• 6 galeazas
• 76 fragatas o bergantines
• 1815 cañones​
• 86 000 hombres​
Armada otomana
• 210 galeras
• 87 galeotas y fustas
• 750 cañones​
• 88 000 hombres​

Jamás se vio batalla más confusa; trabadas de galeras una por una y dos o tres, como les tocaba… El aspecto era terrible por los gritos de los turcos, por los tiros, fuego, humo; por los lamentos de los que morían. Espantosa era la confusión, el temor, la esperanza, el furor, la porfía, tesón, coraje, rabia, furia; el lastimoso morir de los amigos, animar, herir, prender, quemar, echar al agua las cabezas, brazos, piernas, cuerpos, hombres miserables, parte sin ánima, parte que exhalaban el espíritu, parte gravemente heridos, rematándolos con tiros los cristianos. A otros que nadando se arrimaban a las galeras para salvar la vida a costa de su libertad, y aferrando los remos, timones, cabos, con lastimosas voces pedían misericordia, de la furia de la victoria arrebatados les cortaban las manos sin piedad, sino pocos en quien tuvo fuerza la codicia, que salvó algunos turcos.
Luis Cabrera de Córdoba. Historiador y soldado español que participó en Lepanto

De entre toda la maraña de galeras disparándose cañonazos y abordándose mutuamente, el combate más significativo fue el que hubo entre las dos galeras que llevaban a los capitanes generales de ambos contendientes; La Real, con un jovencísimo Juan de Austria y La Sultana, con el experimentado general turco Alí Bajá. La Sultana arremetió e impactó contra un lateral de La Real. Los turcos asaltaron la proa del barco, pero fueron barridos por la artillería y el fuego de arcabuces. Los nuestros aprovecharon aquello para ganar el primer envite y luego, durante un par de horas, se sucedieron los ataques en la cubierta de la galera otomana, la cual, debido al continuo abastecimiento de hombres provenientes de otras galeras turcas, resistió ferozmente el abordaje español. La lucha fue salvaje e implacable, los dos capitanes generales lucharon como uno más, codo con codo junto a sus hombres. De repente, un disparo de arcabuz fulminó al general otomano Alí Bajá y su cuerpo fue decapitado por un soldado español que alzó su cabeza sobre una pica para desmoralizar a los turcos, quienes parecieron no decaer en el ánimo. Finalmente, cerca de las 4 de la tarde, la galera capitaneada por Luis de Requesens consiguió llegar hasta la galera española para sumar más hombres al abordaje de la galera turca que finalmente acabó vencida.

Fue una batalla muy igualada en cuanto a recursos navales y humanos pero la clave estuvo en la apuesta de las armas elegidas para los soldados de infantería embarcados. Las galeras venecianas estaban muy bien equipadas en el aspecto de los remeros y muy bien artilladas, pero en un principio muy escasas de soldados de infantería, por lo que Don Juan de Austria había decidido en Messina, embarcar en ellas más soldados de infantería. Por otro lado, los turcos tenían menos cañones, pero contaban con grandes artilugios que lanzaban bombas de fuego hechas a base de alquitrán, pero su gran error fue que se decantaron por equipar a sus soldados embarcados, principalmente con arcos y flechas envenenadas, alegando que, por cada disparo de arcabuz, daba tiempo a disparar cuatro flechas.

10.000 hombres muertos, 8.000 heridos y 13 galeras hundidas, fueron las pérdidas de la Liga Santa, pero para los turcos, la derrota fue tremenda: 40.000 muertos, 8.000 prisioneros, 200 galeras hundidas, quemadas o capturadas y 12.000 cautivos cristianos fueron liberados. A esto hay que sumar la muerte del mencionado Alí Bajá y de Mehmed Siroco, otro importante general otomano que murió en combate contra una galera veneciana.

Aunque la victoria cristiana en Lepanto fue contundente y psicológicamente un batacazo para los moros, esto no supuso el fin de la piratería morisca en el Mediterráneo, ni del poder naval otomano que con el tiempo pudo recomponerse, pero si sirvió al menos para desahogar temporalmente la presión del terror turco en las costas e islas del sur de Europa. Mucho se ha escrito respecto a este asunto y muchos ponen en tela de juicio sí el esfuerzo y el resultado de La Liga Santa (alianza que nunca más volvió a repetirse), sirvieron de algo, pero quizás la respuesta a este interrogante sea otro interrogante; ¿Qué hubiera ocurrido sí la destruida hubiera sido la flota cristiana?

En La Vieja España no contamos lo que hubiera podido ser y no fue, contamos la Historia como ocurrió y nos quedamos con las historias que protagonizaron nuestros antepasados. Héroes como los que participaron en Lepanto; Álvaro de Bazán, Luis de Requesens, Miguel de Cervantes, Luis de Cabrera, Andrea Doria, otros miles anónimos y por supuesto del capitán general de aquella ocasión, Don Juan de Austria, el cual, por cierto, cuando le ofrecieron la cabeza de Alí Bajá la rechazó como trofeo, la envolvió con su capa y la soltó en el mar con gesto solemne.

Estatua de Cervantes en Lepanto

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